Había una laguna. El tul que la rodeaba se mezclaba con la densa neblina de cada mañana. Los primeros rayos de sol apenas calentaban. Neblineaba neblinosa la mañana: nebulosa comenzaba. La humedad era penetrante, helaba las piedras en la madrugada, aunque nunca llegaba a congelarlas. Montaña abajo, las sensaciones iban cambiando. Bastaba cruzar algunos caseríos al este para sumergirse en un aire más tibio, aunque siempre húmedo y espeso. El verde, como la niebla, era tupido e insistente, se lo tragaba todo, lo hacía parte de sus enredos, incluyendo a las plantaciones de café, cada vez más amplias, y a los peones que las trabajaban.
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Dejá de atormentarte por nuestra agonía. En medio de lo que vivimos, de la riqueza del ambiente y la quietud de la cotidianidad, aquellos días fueron solo una breve crisis –la naturaleza de las crisis, acordate, es que se resuelven, aún si nuestra solución fue la muerte. Pero la muerte es cuestión de perspectiva. La maternidad me llegó como a la mayoría en esta época y a muchas en la tuya, sin anuncio y sin preparación previa; igual llega la muerte, la madre que nos deja o nos quita la vida.
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Estás escuchando el viento, entre las montañas. Se abre paso a través de la neblina fría, espesa. El movimiento de esa pastosidad blanca hace tronar las ramas más finas de los árboles. El cementerio, detrás de la montaña, es silencioso y aún así lográs percibir el respiro multifónico de sus habitantes.
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«Y morirme contigo si te matas / y matarme contigo si te mueres, / porque el amor, cuando no muere, mata, / porque amores que matan nunca mueren» (Joaquín Sabina).
Te habías enamorado por primera vez a los 15. Parecía coincidir con lo que leías en tus libros, así que lo interpretaste de ese modo. Su entusiasmo había durado poco y, si bien la sensación de abandono no era nueva para ti, con el amor descubriste el dolor también, ese mismo que describían las canciones. El reencuentro, a los 17, despertaba en ti una curiosa emoción. Él te quería. No hizo «otra cosa más que pensarte» en los últimos dos años. Dos años a esa edad parecen una eternidad. Te sentías más tú misma. Estabas preparada para dejarte «querer de nuevo». Él te miraba y lo mirabas de vuelta como si lo conocieras desde siempre. Te arrojaste con inocente seguridad. Renunciaste a tu condición de posibilidad sin saberlo.
Cuando alcanzaste los 17, la relación había sido más bien confusa. Era un caos permanente. El caos tiene la capacidad de generar lo nuevo, pero la permanencia aniquila desde el inicio cualquier intento de liberación. Le fuiste poniendo nombre a cada una de tus experiencias y las organizaste en categorías extravagantes; inventaste tus propios mitos como explicaciones racionales para todo lo que sucedía. Tus recursos eran, lógicamente, limitados —minúsculo horizonte en medio de un horizonte infinito—. Tenías emociones que aún no reconocías y aún así las disponías en tu catálogo, las ilustrabas, las acomodabas a un intento de poesía, metáforas como leyes que regían tu vida. Lo tuyo no era un proceso creativo, sino la re-producción de una fuerza aplastante —plexo de in-significación—.
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Mirna está acostada. La espera es larga. Sabe que no fue su culpa. Aún así, habita en ella una deuda aplastante. Nada nuevo: estaba allí desde el inicio, como evidencia de que su historia fue escrita desde mucho antes de lo que puede imaginar. Una puerta se abre. No sabe si está soñando o si es el efecto de la anestesia, que todavía la tiene aletargada, pero de pronto está parada frente a sí misma y se mira sin reconocerse. Logra identificar palabras, ideas, ecos de una conciencia que no le pertenece. Porque la conciencia nace del intercambio del adentro con el afuera, y ese afuera, desde el que en ese momento se contempla a sí misma, le ha sido desde siempre ajeno. Como nacer en el espacio: tener programados el reconocimiento y la expectativa de la gravedad y no encontrarla, no sentirla nunca. La inconsistencia es insoportable y, aun así, indescifrable. El afuera había moldeado su mente como el sol un trozo de plastilina: a partir de la mera exposición a este, en absurda contradicción. Ahora Mirna lo sabe: las circunstancias amurallaron conexiones, evitaron sinapsis. Circuitos neuronales que se quedaron sueltos, procesos de plasticidad para los que no hubo estímulo. Un puente que intentaba sostenerse de un solo lado. Le basta una imagen para comprenderlo.
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I
«Mi existencia fue obligada por fuerzas externas, bruscamente y con no poca brutalidad, a una dirección dada, y los límites de mi libertad se redujeron a la vida interior, y la voluntad se tornó solo voluntad de resistir.»*
Una mujer está sentada en una silla mecedora al final de un pasillo. Se encuentra en el segundo nivel de la casa, en la finca. El suelo es de madera. Hay una ventana al lado por la que entra un sol vespertino. La luz es fría. La escena es de un dramatismo cinematográfico: me basta con cerrar los ojos para verla.
Te voy a contar tu historia, Berta, como un ejercicio, una exploración que busca atar fracciones de ti guardadas en mi memoria. Un repaso de las imágenes que sembraste en mí a través de tus narraciones. Aforismos que se volvieron fotogramas, a los que con el tiempo les he ido colocando fecha para tratar de organizarlos, para quizá poder conectarlos con otros, los que me fueron transmitidos en la sangre. Pedazos de tus vivencias se guardan en las mías. Temores que se extienden desde mi interior en línea recta hasta los tuyos.
1939: Tenés cinco años y te estás muriendo. Tu papá te sostiene entre sus brazos mientras un médico escucha tus pulmones apagándose. Sos frágil y diminuta. Ese día nació tu fuerza.
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Desenterrar una historia como pintar un retrato. La información inicial es una idea vaga, una serie de nuevas conexiones entre nuevos datos y memorias archivadas, a partir de lo cual surge un personaje. Los primeros bocetos son rápidos y difusos, llenos de errores. Pero esos trazos iniciales empiezan a anunciar algo más, comienzan desde ya a invitar a otros, más elaborados.
Consejera, asesora política, intelectual, artista, matrona. Eloísa Velásquez nació en Guatemala a inicios del siglo XX. En las palabras del escritor Mario Monteforte Toledo, “era más bien baja, gordezuela, con una risa muy bonita”[1]. A menudo se la encuentra en las anécdotas de renombrados intelectuales, pero también en los archivos de la Policía (su ficha policial, de los años sesenta, pone, junto a su fotografía: “actividades subversivas en su casa de citas” y “reporte de bomba terrorista”). También se la menciona eventualmente en grupos de redes sociales conformados por gente interesada en la historia y la cultura o fanáticos de estampas de antaño. Existe alguna que otra crónica sentimentalista y unas cuantas pinturas con su firma, ahora propiedad de colecciones privadas. Se dice mucho pero se sabe poco. Y no se ha escrito prácticamente nada.
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I
«—Mañana estaré sola. Es absurdo. / —No es absurdo, mía. Son las rutas separadas. Se interfieren para huirse luego. Te pierdo en un recodo y te encuentro tras otra vuelta del camino. Como en el juego del tuero. Hoy me marcho; volveré mañana. Eso es lo absurdo para ti. Tienes razón: juzgas como mujer.»*
Magdalena siempre supo que ese no era su lugar. Ninguno. Su casa, su familia, las costumbres del grupo al que pertenecía. Desde niña había desarrollado el hábito de la rebeldía. Desde niña jugaba con niños, montaba bicicleta, nadaba en los ríos y las piscinas sin importar cuán frías estuvieran, trepaba árboles, disfrutaba de largas caminatas. Pero en la primera mitad del siglo XX, en la Guatemala urbana, para una niña ser rebelde no era lo más conveniente. No era bien visto. Esa naturaleza traía consigo también una suerte de condena al sufrimiento, al rechazo, a la soledad. Como si en su nombre hubiera sido determinado su destino, Magdalena fue toda su vida rebelde y llegó a la vejez cargando un peso. Aun sabiendo que no habría cambiado nada, sentía que dejaba una deuda que nadie realmente le estaba cobrando, más que el imaginario que le habían inculcado a fuerza de convenciones sociales.
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Mi abuela materna me enseñó a coser cuando yo tenía alrededor de nueve años. Desde muy pequeña, veía a mi madre cosiendo, para ella misma, para mi hermana y para mí, e incluso para las compañeras de clase cuando había actos que requerían de vestuario especial. Con mi hermana, también estábamos acostumbradas a ver a mi tía abuela, Nila, bordar a mano o a máquina –una máquina antigua de cinta– complicadísimos patrones florales sobre telas de diversas texturas. Generalmente inmersa en su proceso, a la tía Nila no le gustaba ser interrumpida: se molestaba fácilmente y no le interesaba compartir con dos niñas curiosas lo que estaba haciendo.
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